IX ÉPOCA

9.12.09

Somos importantes, pero no tanto, no

Inmersos como estamos en los debates de la Cumbre del Clima en Copenhague, pienso que sería buen momento para ojear el libro Microcosmos (1991), escrito por Lynn Margulis y su hijo Dorion Sagan del que recojo a continuación algunos párrafos de sus primeros capítulos.

Considerado como especie, el ser humano se encuentra aún en fase juvenil, quizás empezando apenas a desarrollarse, aprendiendo todavía a ser humanos, como el hijo inmaduro de una especie. Además, somos vulnerables, y tendemos a equivocarnos, lo que nos hace correr el riesgo de dejar, tras nuestro paso por la Tierra, tan sólo una fina capa de fósiles radiactivos. El origen de nuestra estirpe se remonta a 3500 millones de años atrás. Cuando se formó la primera célula. Las primeras bacterias aprendieron ya casi todo lo que hay que saber sobre la vida de un sistema.
Ahí está, como un fósil lingüístico, enterrada en la antigua raíz de la cual tomamos el nombre de nuestra especie. La palabra utilizada para denominar la Tierra, al principio de las lenguas indoeuropeas, hace miles de años (nadie sabe exactamente cuántos) era dhghem. A partir de esta palabra, que no significa más que tierra, surgió la palabra humus, que es el resultado del trabajo de las bacterias en el suelo. Y, para darnos una lección, de la misma raíz surgieron humilde y humano.
Lewis Thomas (1913-1992), en la Introducción a Microcosmos.


La importancia crucial de la asociación física entre organismos de diferentes especies, es decir, la simbiosis, como uno de los promotores más significativos en la producción de innovaciones evolutivas. Las primeras bacterias eran anaeróbicas: se envenenaron con el oxígeno que algunas de ellas liberaban como producto residual. Desde la perspectiva microcósmica, la existencia de las plantas y de los animales, incluida la especie humana, es reciente. Los humanos no estamos fundamentalmente en conflicto con la naturaleza, ni somos esenciales para el ecosistema global. Nuestro retrato microcósmico de Homo sapiens sapiens como especie de lodo glorificado tiene el mérito de recordarnos nuestro origen bacteriano y nuestras conexiones con una biosfera aún más bacteriana. Se han ido acumulando más pruebas que confirman que la simbiosis, es decir, la convivencia o incluso unión de diferentes especies de organismos, ha sido crucial en la evolución de las diferentes formas de vida existentes en la Tierra. Otro ejemplo de investigación reciente sobre simbiosis indica que la transición de las algas verdes a las plantas terrestres se hizo a partir de la unión de genomas (material genético) de un hongo con algún ancestro de alga verde. Los líquenes son productos de simbiosis muy bien conocidos. Desde el paramecio hasta el género humano, todas las formas de vida son complicados agregados meticulosamente organizados de vida microbiana en evolución. Un diez por ciento, como mínimo, del peso seco de nuestro cuerpo corresponde a bacterias. Nuestra curiosidad, nuestra sed de conocimiento, nuestro entusiasmo por penetrar el espacio y llegar a alcanzar otros planetas, y aún más allá, representa un aspecto de las estrategias que la vida tiene para su expansión, que empezó hace más de tres mil quinientos millones de años. No somos más que el reflejo de una antigua tendencia. Resulta paradójico que, al ampliar el microcosmos para hallar nuestros orígenes, apreciemos claramente el triunfo y, al mismo tiempo, la insignificancia del individuo. La unidad de vida más pequeña —una simple célula bacteriana— es un monumento de formas y procesos que no tiene rival en el universo tal como lo conocemos. La vida en la superficie de la Tierra parece regularse a sí misma cuando se enfrenta a perturbaciones externas, y lo hace sin tener en cuenta los individuos y las especies que la componen. Más del 99,99 por ciento de las especies que han existido están extinguidas, pero la pátina del planeta, con su ejército de células, ha continuado existiendo durante más de tres mil quinientos millones de años. Intentando comprender de la mejor manera posible los formidables poderes de la biosfera en que se desarrolla nuestra vida, es difícil mantener la ilusión de que la naturaleza está indefensa sin nuestra ayuda. Pese a lo importantes que pueden parecernos nuestras actividades, el papel del hombre en la evolución es pasajero y podría prescindirse de él en el contexto de la rica capa de seres vivos que conviven en la superficie del planeta. Podemos contaminar el aire y el agua a nuestros nietos y acelerar nuestra propia desaparición, pero eso no tendrá ningún efecto en la continuación del microcosmos. Nuestros propios cuerpos se componen de mil billones de células animales y de cien mil billones (100 000 000 000 000 000) de células bacterianas. No servimos de alimento a ningún «enemigo» natural. Pero después de la muerte volvemos a nuestro olvidado y pisoteado suelo. Las formas de vida que reciclan las sustancias de nuestro cuerpo son en primer lugar bacterias. El microcosmos sigue evolucionando a nuestro alrededor y en nuestro interior. Se podría decir que el microcosmos está evolucionando al igual que nosotros.

Somos importantes (la especie humana), pero no tanto. Ser más solidarios con la Vida sí que es importante para nuestra supervivencia.

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