«Como el canciller germano occidental [Helmut Kohl] había previsto, la Unión Soviética estaba dispuesta a que la convencieran [de la reunificación de las dos Alemanias] por medios económicos. Al principio, Gorbachov intentó que las negociaciones fueran rehenes de un rescate de veinte mil millones de dólares, antes de acabar aceptando ocho mil, junto a dos mil más en concepto de créditos sin intereses. En conjunto, desde 1990 hasta 1994, Bonn transfirió a la Unión Soviética (y más tarde a Rusia) el equivalente a setenta y un mil millones de dólares (además de otros treinta y seis mil destinados a los antiguos Estados comunistas de Europa oriental). Helmut Kohl también aceptó mitigar el miedo de los soviéticos (y de los polacos) al expansionismo alemán, y se comprometió a aceptar, como hemos visto, el carácter permanente de los límites orientales de su país, un compromiso consagrado al año siguiente en un tratado firmado con Polonia.
Una vez conseguidas las mejores condiciones que pudo, Moscú aceptó abandonar la República Democrática Alemana. La Unión Soviética, en una especie de Casablanca en la que ella era Sydney Street y Washinton Humphrey Bogart, sacó el mejor partido que pudo a sus malas cartas y renunció a su diminuto y resentido adlátere germano oriental con las protestas de rigor, pero sin sentirlo apenas realmente. Tenía más sentido desarrollar una relación estratégica con una nueva Alemania amistosa y agradecida que convertirla en enemigo y, desde la perspectiva soviética, una Alemania unificada, firmemente sujeta —y contenida— por el abrazo occidental, no era un resultado tan negativo.»
Tony Judt, Postguerra, una historia de Europa desde 1945, Taurus, Madrid, 2010, 4ª ed. pág 920
Ningún comentario:
Publicar un comentario