IX ÉPOCA

11.12.11

A imposibilidade de explicar e comprender a miseria

Nada que ver con Vigo, claro, aínda que sí con cada un de nós. Acabo de lér e de conmoverme  con este texto (tan sabido, tan autocensurado) (espero que teñas tempo para lélo ti... ou tal vez esteas demasiado ocupado/a para indignarte):

Una enumeración de riquezas resultará más o menos completa. Menos aproximado será cualquier balance sobre la escasez de recursos y sus consecuencias. Pero no existe un modo eficaz de evaluar las carencias absolutas, y no basta con enunciar aquello que no existe: no hay agua, no hay comida, no hay luz eléctrica, no hay escuela, no hay hospitales... ¿Qué significan estas negaciones de bienes imprescindibles para una vida digna, de los que permanecen privados millones de seres humanos que sobreviven en la miseria? Por muchas respuestas que se intente dar a esta pregunta, no seremos capaces de imaginar -mucho menos de comprender- lo que supone no disponer de agua potable, no tener qué comer, no contar con techo, ropa ni calzado, no encontrar un médico a quien recurrir, y ver a nuestros hijos crecer sin horizontes. Dice Ziegler que si fuéramos capaces de contemplar nuestro mundo como realmente es, enloqueceríamos. La crueldad extrema que comporta la extrema pobreza es moralmente inaceptable, pero también nos resulta intelectualmente inaprensible. Mil veces hemos mostrado y visto en televisión criaturas con los vientres hinchados y los ojos apagados por la debilidad, en brazos de mujeres cuyos retratos parecen radiografías. Aunque se repitan constantemente en los telediarios, esas imágenes nos producen sensaciones desconcertantes de dolor, vergüenza, indignación; suelen desencadenar actitudes individuales de solidaridad, pero raramente tienen efectos sociales movilizadores, y no trascienden en el terreno político. ¿Qué nos ocurriría si fuéramos capaces de profundizar en el significado de la pobreza, en el conocimiento de sus consecuencias humanas? Acaso enloqueceríamos si compartiéramos los sentimientos de una madre con los pechos secos que cada anochecer espera a que sus hijos hambrientos se duerman, agotados de llorar inútilmente, sin poder alimentarlos; y que pasa la noche pensando que cuando esos críos esqueléticos despierten y vuelvan a llorar, a la mañana siguiente, tampoco tendrá nada que darles de comer.


Sin superar esa imposibilidad de explicar y comprender la miseria, no hay capacidad moral para movilizarse, para arrancar las raíces de la miseria, para oponerse de modo eficaz, colectivo, al despiadado orden criminal que no sólo las hace posibles sino necesarias: un insensato proceso de acumulación de riquezas en manos de quienes se comportan como amos del mundo, basado en el expolio, el latrocinio, el delito institucionalizado. Un sistema económico mundializado, fabricante y distribuidor de la pobreza y el hambre, que antes denominábamos capitalismo y ahora se disfraza con el nombre de la teoría fundamentalista que lo sustenta: el libre mercado como Ley suprema, resumen de principios y valores universales. Porque tampoco cabe combatir a la extrema pobreza sin oponerse a la riqueza extrema, sin comprender sus causas ni analizar sus métodos. Brecht decía que detrás de toda gran fortuna se oculta siempre un gran delito. El delito se ha extendido por el planeta convirtiéndose en algo consustancial a los mecanismos económicos que dominan nuestros destinos.


Por primera vez en la Historia, hay una clase de oprimidos de quienes no cabe esperar la rebelión contra sus opresores. Los empobrecidos hasta el límite mismo de la vida -de la no vida- carecen de las fuerzas mínimas para luchar por los derechos más elementales. La miseria implica debilidad, el hambre genera pasividad. Las principales víctimas del sistema ni siquiera tienen capacidad de protestar. Nadie escucha a los millones de personas cuya miseria es el precio del bienestar ajeno y, sobre todo, del crecimiento desmesurado de sociedades financieras cuyo poder ilimitado también escapa a nuestro capacidad de comprensión. Pocas esperanzas revolucionarias caben cuando la desestructuración social y una absoluta carencia de medios de subsistencia impiden cualquier forma embrionaria de lucha organizada. Y donde los verdaderos centros de poder resultan invisibles, sin que haya bastillas ni palacios de invierno que asaltar.


Sin embargo un libro como este contiene una invitación a la esperanza y ofrece la pequeña dosis de utopía imprescindible para resistir frente a tanto horror. En sus páginas alienta la posibilidad de que prenda entre nosotros eso que Ziegler denomina insurrección de las conciencias: el recurso final de que los ciudadanos gritemos ¡basta! si las instituciones se inhiben o fracasan. Este libro, en efecto, ofrece la oportunidad de creer en algo, cuando nos han robado todos los sueños e incluso las palabras que los invocaban. Sus páginas permiten constatar que pequeños milagros y pequeñas revoluciones todavía son posibles en el reino de los pobres, en los rincones más inesperados y olvidados del mundo donde se escenifican las injusticias más evidentes.

Vicente Romero. Epílogo ao libro "Ángeles de Burko".
Fonte

1 comentario:

Raquel L. dixo...

Si fuésemos capaces de admitir que "la belleza es el último velo que cubre el horror", entonces descubriríamos esa realidad (construida) que da 'eficacia' al individualismo en el que nos hemos o nos han instalado sin nosotros rechistar lo más mínimo. ¡Disfrutamos del cromatismo del otoñal bosque! sin reparar en la necesaria putrefacción que sí ha de darse, y con violencia, sin pactar, para que tal espectáculo acontezca ante nuestra mirada (¿autista?). Nos atrae la obra de Vincent van Gogh, Joan Miro, Alberto Giacometti, Jackson Pollock... incluso Mark Rothko o Antoni Tàpies, pongamos por ejemplo, por las mismas razones que nos quedamos atónitos observando, desde la orilla, una tempestad en el mar, un abrupto acantilado; desde la orilla; lo que observamos así, no nos afecta, ocurre fuera de nosotros, a distancia. Y decimos "me gusta", con total impunidad; y diciendo esto, nada decimos, nada es compartido.
Salimos a la calle protegidos por ese velo tejido con los hilos del individualismo y nos consideramos ajenos al orden que nuestras individualistas decisiones ayudan ¡y tanto! a configurar. Entonces, ¿salir desnudos de nosotros mismos al mundo? nos helaríamos.
Por eso, tal vez, evolucionamos con tanta lentitud, pasmosa lentitud.