Agora que a febre
concesionadoira típica de todas e cada unha das corporacións municipais viguesas ás que se lle remata o seu mandato (por que será, serááá) se materializará en nonseicantos parkings soterrados, mobiliario urbano, ORA, grúa e demais (fíxense vostedes que todas elas dependen administrativamente da concellaría de Coello, concelleiro do PP, non moi espabilado ata o de agora, na que se acaba de cesar hai un par de semanas ao seu máximo responsable técnico.
Casualidades da vida: sería que facía
informes inconvenientes??), é un bo momento para recoller un longo artigo aparecido no ano 2004 en FARO DE VIGO.
Extenso pero sumamente, para min, clarificador. Se tal, nun acto extremo, imprimir e levar á praia.
EL CONTRATO DE CONCESIÓN DE OBRA PÚBLICA Y OTROS ARTIFICIOS CONTABLESRAÚL BOCANEGRA (*)La construcción de obras públicas suele instrumentarse jurídicamente mediante el tradicional contrato administrativo de obra, cuya estructura obligacional, propia de un arrendamiento de obra o locatio operis, es tan sencilla como eficaz: la Administración encarga al adjudicatario (normalmente el empresario mejor postor) la construcción de la carretera, o de la obra de que se trate, a cambio de un precio cierto que se paga a medida que se va ejecutando la obra y cuyo importe ha sido previamente consignado en los presupuestos generales, a donde podría haber ido a parar tras haber recurrido al crédito, es decir, a la emisión de títulos de deuda pública de renta fija. Una técnica jurídico-pública tan llana como la descrita resuelve, sin duda alguna, mejor que ninguna otra fórmula de financiación privada o extrapresupuestaria los problemas que plantea la construcción de las obras públicas que, en el fondo, no consisten sino en allegar recursos para costearlas. Ninguno de estos otros expedientes consigue evitar, en efecto, por más vueltas que se le dé al asunto, que el coste (mucho mayor) de su ejecución recaiga finalmente siempre sobre los contribuyentes, sin que la interposición de un número mayor o menor de intermediarios o la utilización de las más diversas fórmulas de ingeniería financiera, que es a lo que, en definitiva, se reducen todas estas figuras, consiga otro efecto que el de retrasar los pagos y aumentar los costes de las obras, como cualquiera puede entender fácilmente. El llamado contrato de concesión de obra pública lo ejemplifica señaladamente, junto a otras modalidades de financiación privada, como el llamado método alemán, el uso público de sociedades privadas o el peaje en sombra. La concesión de obra pública, que teóricamente permite la ejecución sin coste de obras públicas que exceden de las posibilidades financieras del Estado mediante la movilización de capitales privados, fue la figura jurídica generalmente utilizada en España para la realización de las obras públicas del siglo XIX Ðy a ella se debe, por cierto, la inexistencia de una red ferroviaria nacional digna de ese nombre hasta fechas relativamente recientes, como estudió en su día Jordi Nadal. Rescatada en los primeros setenta para la construcción de las autopistas de peaje -con la consecuencia de convertir a las concesionarias españolas en auténticos gigantes empresariales y crear un problema social en Cataluña-, se abandona en los ochenta, siendo resucitada en los últimos años (adornada con el prestigio que siempre proporciona el uso de expresiones tan novedosas como viejo es su contenido: peaje en la sombra, titulización de activos, etc.) e incorporada con gran pompa y desenvoltura a nuestro Ordenamiento jurídico por la Ley del contrato de concesión de obra pública de 2003, impulsada, por cierto, por el Ministerio de Fomento, que irrumpe, así, estrepitosamente, en el ámbito de la legislación de contratos administrativos, tradicionalmente reservada al Ministerio de Hacienda. En el contrato de concesión de obra pública el empresario no recibe como contraprestación por la ejecución de la obra un tanto alzado (como ocurre en el contrato de obra tradicional), sino el derecho a percibir de los usuarios de la misma, durante un período de tiempo prefijado (transcurrido el cual la obra revierte, gratuitamente, a la Administración), un precio, un peaje, por su utilización, de tal modo que -y esto es esencial en la figura- la ejecución de la obra no habría de suponer coste alguno para el Estado. Ocurre, sin embargo, que la realidad es, y ha sido siempre, muy diferente. Por una parte, porque la obra realizada de este modo resulta necesariamente siempre mucho (muchísimo) más cara que si fuera construida directamente por el Estado a través del contrato de obra pública: los particulares pagan con el peaje el coste de la obra, el coste de su financiación a largo plazo (que puede llegar a setenta y cinco años), el coste de todos los riesgos financieros, políticos, tecnológicos y de todo tipo, propios de quien opera con plazos tan largos, al margen, por supuesto, del beneficio del empresario, sensiblemente superior a los tipos de interés de la deuda pública Ðque serían los que habría de pagar el Estado si acometiera por sí mismo la financiación de la obra- porque, en otro caso, nadie se embarcaría en tales aventuras. Por otro lado, si la obra de que se trata no tiene alternativa razonablemente viable (que es lo que ocurre en España en casi todos los casos: autopista del Huerna, túneles de Guadarrama, rondas de circunvalación de Barcelona, por ej.), el concepto de usuario viene a confundirse con el de contribuyente (todos acaban siendo usuarios directa o indirectamente, con repercusión del coste del peaje en las mercancías transportadas), convirtiéndose realmente el peaje en una suerte de impuesto, sólo que más ineficiente y opaco que los impuestos propiamente dichos. El peaje no alcanza nunca a financiar, por lo demás, las obras así realizadas, por lo que las concesionarias reciben toda clase de ayudas o subvenciones, de modo que es la Administración (y, por tanto el contribuyente) quien termina costeando una parte muy sustancial del importe de la obra que el contratista lleva a cabo con un sustancioso beneficio asegurado, sin riesgo real alguno, como la Ley expresamente garantiza. Allí donde más se ha recurrido a la concesión de obra, como en Francia, por ejemplo, las concesionarias han sido siempre empresas públicas, por la misma razón por la que el Estado francés se resiste a privatizar EdF: porque sabiendo que la producción de energía nuclear genera beneficios extraordinarios a cambio de riesgos para todos (del mismo modo que la construcción y explotación de autopistas produce beneficios extraordinarios a cambio de un coste que soportan los ciudadanos y el propio Estado), es mejor que esos beneficios reviertan en la colectividad y no en empresas particulares. No es casualidad, desde luego, que en 2003 siete de las diez primeras empresas del ranking mundial de gestión privada de infraestructuras, elaborado anualmente por la revista norteamericana Public Works Financing, sean concesionarias españolas, sólidamente alimentadas por las ayudas estatales, como no es tampoco puramente azaroso que Joaquín Costa se preguntara en 1911 si era necesario ofrecer también chocolate a los empresarios para interesarlos en las concesiones hidráulicas: casi cien años después les ha sido servido, en bandeja de plata, además del chocolate, el castizo complemento de los churros. Nada diferente sucede con el llamado sistema alemán o método alemán. Es una variante del contrato de obra en la que la Administración comienza a pagar el precio al final del contrato (no a medida que éste se ejecuta) y durante un plazo que puede alcanzar hasta diez años a partir de esa fecha, con lo que la Administración obtiene crédito sin necesidad de emitir deuda pública que, por tanto, no computa como déficit, en lo que consiste precisamente el sentido de la figura. Este enmascaramiento del déficit no comporta ventaja alguna, no siendo, en realidad, sino un simple artificio contable (al final, hay que pagar la obra mucho más cara) que presenta dos muy graves inconvenientes respecto al contrato de obra tradicional, incluso acompañado, en su caso, de la emisión de deuda pública. Al desorden y la falta de transparencia que introduce en las cuentas públicas, que ya no proporcionan una imagen fiel del estado de las finanzas (al contener compromisos más o menos ocultos), se añaden las condiciones financieras del préstamo incluido en estos contratos, que son siempre ostensiblemente peores que las que ofrece la deuda pública, en cuanto los Estados serios son deudores muy apreciados y, por ello, pueden obtener crédito en condiciones mucho más ventajosas que las que pueda ofrecerle el contratista, como saben bien los inversores, que cubren rápidamente las emisiones de deuda pese a su escasa remuneración. La constitución de sociedades privadas de capital público, que encargan y pagan las obras con sometimiento al Derecho privado, repercutiendo su coste sobre la Administración a largo plazo (mediante fórmulas similares al arrendamiento), incorpora otro modo de financiar obra pública mediante enredos contables. Esta fórmula es, probablemente, menos peligrosa que el método alemán porque no convierte al constructor en prestamista de la Administración pero conduce, del mismo modo que aquél, a una distorsión de las cuentas públicas, al aparcar el endeudamiento de la Administración en una sociedad que, aunque formalmente separada de ella, en realidad está avalada por la Administración, que es quien responde, en consecuencia, de sus deudas. Es el caso de RENFE (el Estado acaba de autorizar la liquidación de varios miles de millones de euros) o de AENA (con una deuda de parecida envergadura todavía no liquidada), aunque el ejemplo más conocido tal vez sea RTVE (que puede citarse aunque no tenga que ver con las obras públicas), cuya inmensa deuda no se imputa al Estado (de hecho esa deuda ha crecido porque el Gobierno decidió hace años dejar de abonarla anualmente, permitiendo la aparición de la actual bola de nieve), pero al final tendrá que ser pagada, de un modo u otro, por él.
La última de las engañosas fórmulas de financiación privada o extrapresupuestaria a que me refería más arriba es el llamado peaje en sombra (shadow toll), modalidad concesional muy poco utilizada hasta ahora entre nosotros (por ejemplo, para construir la M-45, en Madrid, e, incipientemente en Navarra y Baleares), en la que el peaje no lo pagan los usuarios, como es lo usual en la concesión, sino la propia Administración, a la que el concesionario gira periódicamente una factura en función de la mayor o menor utilización de la obra, con lo que el shadow toll no pasa de ser, por tanto, sino un simple (y caro) mecanismo de aplazamiento del pago de la obra. No parece dudoso que la imprescindible eliminación de las enormes carencias de infraestructuras que aún existen entre nosotros no puede abordarse con carácter general, más allá de obras aisladas y determinadas, a través de un llamamiento generalizado a la financiación privada, al margen del tradicional contrato de obra, porque el recurso al capital privado lo es siempre a cambio de precios tan elevados como poco transparentes y artificiosamente vestidos. Y, puestos a pedir dinero, mejor acudir derechamente al crédito que recurrir a prestamistas, tenderos que fíen o empresas amigas que acepten cobrar más tarde a cambio de cobrar más caro. Nadie puede elevarse del suelo tirándose de los pelos ni ningún Estado puede dejar de pagar las infraestructuras que necesite por mucha audacia contable que se ponga a su servicio: ya advertía sabiamente el gran Napoleón al conde Mollien, su ministro del ramo, que el imperio de la imaginación termina justamente allí donde comienzan las finanzas.
* Catedrático de Derecho Administrativo