
Pero la “serpiente de verano” parece resistir los embates de la anécdota, y el estiaje sigue siendo propicio para debates impensables en otras épocas, o simplemente innecesarios. Nuestra serpiente de verano es, realmente, ingeniosa: el himno gallego como elemento de confrontación partidaria.
El caso es que la ocurrencia de Quintana de enseñar a los niños de entre 0 y 3 años el himno gallego ha conseguido “visualizar” hasta qué punto el gobierno gallego no es un gobierno. Vicepresidencia y Educación se enfrentan entre sí, además de tener que aguantar el enfrentamiento del PP. Ya tenemos a todos nuestros representantes parlamentarios a la greña entre sí. Aquí no hay gobierno y oposición, aquí hay tres partidos en permanente necesidad de contrastar su identidad. No hay pactos que valgan, no hay acuerdos de gobierno útiles; sólo “visualización” de unas diferencias que se erigen en protagonistas frente a la necesaria unidad de actuación de cualquier gobierno.
Unos, que si los niños han de ser aleccionados desde pequeños; otros, que si los bebés han de ser dotados con medios para desarrollarse y dejar los conocimientos enciclopédicos para más adelante, y los terceros metiendo el dedo en la llaga y parándose a asegurar que los infantes sólo necesitan aprender a mamar y eructar. De lo más edificante.
Hasta aquí, lo que hay. Ahora, lo que a mí se me ocurre:
Para empezar debo decir que, en lo que respecta a sus letras, todos los himnos (menos el español, al que nadie se atreve a ponérsela) son una estupidez literaria, por mucho que Quin diga, como ya lo había hecho Franco de España, que el nuestro es "un himno precioso que é a envexa doutros países".
Todos los himnos son un instrumento del sometimiento a los intereses de los estamentos dominantes en la sociedad. Cada himno asegura que los amparados bajo su letra son insuperables, tanto en la victoria (y dale con la guerra) como en la derrota; tanto en su idiosincrasia (aunque acoja múltiples “sensibilidades”) como en su relación con “los otros”; tanto en su historia como en su manifiesto e irrenunciable destino; tanto en su determinación como en la protección que cada Dios (muchas veces el mismo para unos que para otros) otorga a cada intérprete de cada himno, por el mero hecho de figurar inscrito en un registro y no en otro. En todos ellos el elemento principal es la diferencia. Ninguno exalta valores compartidos, ninguno es capaz de alentar a emular los valores de otros, ninguno aceptará que todos fuimos una vez monos.
Así consiguen la perversidad de dotar a cada “protegido” por un himno o una bandera de inmarcesibles cualidades, del convencimiento de “su razón” histórica, por mucho que el momento en el que esa “historia” comienza resulta tan aleatorio como incierto. ¿En qué momento de la prehistoria los gallegos dejamos de ser inmigrantes africanos? ¿En cuál, pasamos de “mouros” a celtas, a suevos, fenicios, griegos, romanos o españoles? ¿Hubiera sido mejor para la patria gallega si los “mártires” del Monte Medulio hubieran hecho mártires a los legionarios de César Augusto, o si hubiera triunfado la insurrección de los Irmandiños? ¿Seríamos gallegos si Aníbal no hubiese decidido descansar en Capua y hubiese logrado un “delenda est Roma”, en lugar de cagarla? ¿Dónde puede situarse el orgullo nacional de que podamos decir que el mítico río Letes, el del olvido, fue el Lima o Limia? ¿Seríamos mejores si los partidarios de Juana la Beltraneja hubieran sustituido el imperio de Castilla por el de Portugal? ¿En qué medida nos viene mejor que Colón haya sido natural de Poio, que si fue genovés o mallorquín? ¿Era Franco un gallego, o un simple traidor a su “patria”, a la que únicamente tenía como residencia veraniega tras “regalarse” el Pazo de Meirás? ¿Quién era más gallego: Franco o Enrique Líster; Rosalía de Castro, Pondal, Curros, o Cela, que ni vivía aquí ni ha escrito en gallego?, ¿A quién debemos reivindicar como propio y exponente de nuestras “virtudes”: a Casares Quiroga, a Menéndez Pidal, a Breogán, a Salvador de Madariaga, a Fran o a David Cal?, ¿Qué equipo de fútbol representa mejor las esencias eternas de Galicia: el Deportivo de Djalminha, Mauro Silva y Bebetto, o el Celta de Revivo, Penev, Karpin y Mostovoi? ¿Es más patriótico denominar “suevo” en lugar de “visigótico” el estilo arquitectónico de Santa Comba de Bande? ¿Qué país tiene un clima más adecuado, unos paisajes más incomparables, unas gentes más nobles, generosas y orgullosas, o un idioma más expresivo, más propio o más ancestral?
En resumen: los himnos y las patrias son perversos por definición, se les mire por donde se les mire el contenido. Al igual que las banderas, no tienen más objeto que el de perseguir a los supuestos detractores, vejadores y no alienados, además de fomentar la animadversión por otros semejantes, que, al igual que los propios, no tienen más culpa que la de tener que aceptar que el “amor” a la patria es un valor superior a cualquier otro.
En cualquier ordenamiento jurídico moderno, cualquiera puede expresar su desamor, incluso animadversión, por su madre, por su padre o por su vecino, pero será legalmente perseguido si, de palabra o de obra, menosprecia los símbolos nacionales. Y eso del menosprecio también resulta una arbitrariedad, como demuestra el reciente caso de los jóvenes españoles encarcelados en Letonia (o Estonia, o Lituania, que es lo de menos) por pretender llevarse como recuerdo una banderita de esas que se cuelgan en las fiestas. ¡Al cuerno con la Diosa Razón, que pretendió legarnos la Revolución Francesa, junto con la fraternidad, la igualdad y la libertad para todos los seres humanos!
Y no hablemos ya del fascismo inherente a casi todos los himnos, consistente en recordar o inventarse historias, razas, etnias o mitos, necesariamente considerados superiores a “los otros”. Aunque con escaso éxito, a no ser vagamente literario, la frase de Samuel Jonson es de las que me convencen: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”.
Por último, otra reflexión: la Política es una actividad íntimamente relacionada con el mundo de lo racional; hacerla descender al ámbito de los sentimientos es, necesariamente, una canallada, amén de una prueba de la cobardía intelectual, que ha de refugiarse en el plano de los afectos (nunca elegidos) ante su inferioridad argumental/racional.